En
esta entrada voy a hacer una reflexión acerca de los beneficios y perjuicios de
las vacunas. Se trata de un tema de plena actualidad en esta etapa de
confinamiento por la pandemia de la COVID-19, un virus contra el que a día de
hoy no disponemos de vacuna.
Las
vacunas son uno de los instrumentos más efectivos para la prevención de
enfermedades provocadas por una gran variedad de virus y bacterias. Según la Organización Mundial de la Salud evitan entre 2
y 3 millones de muertes anuales. Su funcionamiento consiste en
inyectar una cantidad pequeña de un patógeno debilitado, inactivo o alguna
variante de sus toxinas, de tal manera que se estimula el sistema inmunitario
para que forme anticuerpos y otros mecanismos defensivos de carácter celular, mantenga una memoria inmunitaria, y que así, en adelante, reconozca y combata el
virus.
En
los últimos años, ha surgido un movimiento antivacunas que, por desgracia, está
consiguiendo que sus falsos mantras calen en algunos sectores de la sociedad.
En este artículo podemos encontrar algunos de sus
mensajes más frecuentes:
●
“Las vacunas causan autismo”
●
“No son necesarias porque
previenen de enfermedades ya erradicadas”
●
“Solamente sirven para que las
farmacéuticas hagan negocio”.
Es
cierto que las vacunas pueden manifestar efectos secundarios. Sin embargo, rara
vez son peligrosos y si comparamos el riesgo con sus beneficios (número de
vidas salvadas, ahorro en costes derivados de la proliferación de la
enfermedad…) es evidente la necesidad de utilizarlas.
Un
aspecto fundamental a tener en cuenta es que al vacunarnos no solamente nos
protegemos a nosotros mismos, sino que generamos inmunidad de grupo. Cuando
muchas personas en una comunidad se vuelven inmunes a una enfermedad se reduce
la probabilidad de transmisión a las personas que no lo son. Esto es
fundamental para proteger a individuos inmunodeprimidos, personas mayores,
recién nacidos o personas consideradas factor de riesgo.
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