Lo que actualmente se entiende bello puede distar mucho de lo que hace una época no tan lejana se consideraba como tal. No cabe duda de que la belleza es algo subjetivo. Sin embargo, parece existir una serie de patrones sobre los cuales un grupo de personas de una misma sociedad suele coincidir en que algo es estético o bello. Estos patrones forman parte de lo que conocemos como canon de belleza y está ligado al contexto social e histórico en el que nos encontremos. Cuando se trata de objetivar o analizar desde una perspectiva científica una cuestión subjetiva, surge la necesidad de cuantificarla de alguna forma o, al menos, se abandona cierta subjetividad parametrizándola en función de una serie de cualidades que debería tener. Por ejemplo, el número áureo, presente tanto en la naturaleza como en el arte, como los que podemos encontrar en la Gioconda de Leonardo Da Vinci (siglo XVI) o el Partenón en Atenas (Siglo V a.C.).
Lo mismo ocurre con la filosofía. Cuando el
ser humano se pregunta por fenómenos que ocurren a su alrededor y trata de dar
respuesta a ello, se acude a la ciencia que trata dicha cuestión. A lo largo de
la historia, la rama del conocimiento que englobaba todas las preguntas que el
ser humano se hacía era la filosofía. Muchos de los fenómenos que se observaban
no tenían por qué tener una respuesta concreta (o no se disponía de los medios
para poder hacerlo), al igual que ocurre con la belleza. Lo que para uno es
bello, no lo tiene que ser para otro. Cuando los avances tecnológicos y
científicos comenzaron a dar respuesta a muchas de esas cuestiones filosóficas,
las disciplinas científicas que conocemos actualmente surgieron.
Sin embargo, hoy en día siguen existiendo
muchas preguntas a las que se responden desde la filosofía y no tienen
respuestas cerradas. Cuando damos respuesta a preguntas surgen nuevas preguntas
que deben ser respondidas y éstas pueden abordarse desde diferentes
perspectivas, las cuales están condicionadas por un contexto histórico y
social.
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